En todo caso, Leónidas había tenido que esforzarse para convencer a los oficiales atenienses de la importancia de retirarse al Peloponeso, para poder utilizar de esa manera la defensa natural que la orografía del terreno ofrecía. En primera instancia, uno de los generales atenienses se negó a abandonar a su suerte la ciudad, incluso se encaró con el rey espartano por no haber traído consigo a su ejército completo. Diokles lo recordaba con exactitud pues estuvo presente en la tienda de mando como segundo del rey. En lugar de enfurecerse, Leónidas se mantuvo en silencio hasta que ese hombre se desfogó, tras lo cual, se disculpó ante todos los presentes. Manifestó su malestar por lo ocurrido y dijo comprender perfectamente a lo que se refería. Le dijo que, si él estuviese en su lugar, o si Esparta hubiese sido la siguiente ciudad en el paso del ejército persa, habría reaccionado de igual manera. Cuando pareció que no había más que decir, y que los atenienses se retirarían de la alianza, tomó la palabra otro de los oficiales de la ciudad.
Se había mantenido al margen hasta aquel momento, pero tras escuchar atentamente lo que el monarca espartano había dicho decidió tomar la palabra. Dijo llamarse Temístocles, y su rango era el de almirante de la flota ateniense. Más tarde Diokles, por boca de su rey, se enteró que era el comandante de la flota griega. Este calmó los ánimos de los presentes y dio la razón a la estrategia que expuso Leónidas. Le dijo a su camarada que muy a su pesar era la única opción que les quedaba, pues no existía otra alternativa. Lo importante de la ciudad eran los ciudadanos le dijo, por mucho que la destruyesen los persas jamás acabarían con ella, pues mientras un ateniense siguiese vivo, la ciudad también lo haría. Eran las mismas palabras que el rey le había dicho a aquel oficial ateniense tan solo hacia unas horas.
La intervención del almirante sirvió al propósito de Leónidas, y este con un leve gesto de su cabeza agradeció la ayuda prestada.
Ahora, Diokles veía desfilar a los hombres de las diferentes polis griegas. Aunque el ritmo de marcha era ligero, las caras de la mayoría de ellos transmitía desánimo por lo que acababa de suceder, o por lo que estaba por venir. Tantos días y tantas vidas perdidas en aquel paso, para tener que retirarse y dejar su tierra a los bárbaros persas que habían venido a someterles. Pensó que el tiempo que les concedía Leónidas debía ser aprovechado, si conseguía persuadir a los éforos y al rey Leotíquidas podría reunir una fuerza de ocho mil hoplitas espartanos, a los que habría que añadir unos cuatro o cinco mil esclavos ilotas bien armados como infantería ligera. Sí las demás polis, aquellas que todavía no habían caído bajo el yugo de Jerjes, podían reunir un número similar de combatientes, quizás la alianza panhelénica pudiese plantar cara a los persas.
Para ello, lo único que necesitaba la coalición era algo más de tiempo. Eso lo había sabido ver Leónidas, pero a partir de ahora no podrían contar con su capacidad de mando. Deberían depender del liderazgo y la inteligencia de otros hombres. Al fin y al cabo, el ejército que había acudido a las Termópilas tan sólo era una pequeña porción de los soldados que podía movilizar la confederación. Se había tenido que responder a la llamada con urgencia y no había dado tiempo de que acudiesen todos los efectivos disponibles.
No se habían demorado demasiado en abandonar el lugar donde perecerían esos valientes, y las últimas órdenes recibidas habían sido muy claras. Antes de partir, Leónidas le transmitió un mensaje y le recalcó que se lo hiciese llegar a su esposa, Gorgo. Las palabras hablaban de amor y de sacrificio por la patria. Su esposa era fuerte y las comprendería. Las aceptaría con resignación como lo haría cualquier madre, hija, hermana o esposa espartana. Al fin y al cabo, sabían que sus hombres se preparaban toda la vida para la guerra y que no había muerte más honorable que la que se producía en combate, y si la finalidad de ese combate era proteger a la ciudad como era el caso, y por ende a toda Grecia, el honor se convertiría en gloria. “Gorgo estaría satisfecha de tu decisión mi rey”, fueron las palabras que le dijo Diokles a su monarca cuando hubo escuchado el mensaje.
Se volvió a girar de nuevo para contemplar las figuras de sus hermanos que se quedaban atrás, aunque en aquella ocasión apenas los podía vislumbrar. Estaban ya demasiado lejos, tan solo parecían pequeños puntos en la lejanía. Esperó a que pasasen unas pocas filas más de hombres y se unió a un contingente de hoplitas arcadios. Estos al ver que un oficial espartano de alto rango se colocaba junto a ellos se quedaron observándole en silencio durante unos instantes, quizás extrañados, o tal vez asombrados. Uno de esos soldados, el que estaba justo a su izquierda le preguntó:
—¿Es cierto que los espartanos no le tenéis miedo a la muerte?
Diokles le miró fijamente y tras observar la cara de sorpresa que pusieron sus camaradas, respondió:
—Muchacho, nosotros también tememos a la muerte. Lo que diferencia a los espartanos del resto, es tan sólo que asumimos su llegada como algo natural. Nuestro destino está escrito desde el día en que nacemos, tan sólo hace falta esperar a que el final llegue y rezar para que los dioses hayan decidido concedernos una muerte honorable y gloriosa.
Los presentes no dijeron nada, se mantuvieron en silencio, aunque el joven soldado que le había preguntado, volvió a interrogarle sin un ápice de vergüenza:
—Entonces tu rey y los que se han quedado con él han sido tocados por las divinidades del Olimpo.
Diokles, le miró, sonrió levemente y respondió:
—Estoy de acuerdo contigo…
¿Habrán tomado la decisión correcta los griegos al retirarse del paso de las Termópilas? No te quedes con la duda, estate atento a la continuación de Honor Tebano. El próximo lunes, a la hora de siempre, las 08:08 horas.
Un saludo y si quieres saber algo más sobre el mundo antiguo, no te quedes sin tu ejemplar de Las Crónicas de Tito Valerio Nerva.
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