En ese momento se escuchó algún murmullo, fue muy leve, pero fue un indicio de que todos los presentes contaban con quedarse allí junto a su rey para frenar el avance de los persas. Diokles tomó la palabra para calmar los ánimos de sus soldados:
—¡Silencio espartanos, el rey está hablando!
Los hombres obedecieron sin rechistar, y Leónidas continuó hablando:
—Sólo se podrán quedar aquellos que tengan por lo menos un hijo varón en Esparta. Los más jóvenes deberéis replegaros, ya tendréis vuestro momento de gloria, no dudéis de que este llegará.
Era sabido por todos que, a los hombres espartanos, los llamados homoioi, que quería decir iguales, por su condición social, no se les permitía casarse hasta los treinta años de edad. Por ello, el monarca dijo que los más jóvenes no se podrían quedar, pues evidentemente no tenían descendientes masculinos para poder perpetuar su estirpe. La cara de decepción de estos llamó la atención de Leónidas, que tenía muy claro que el sacrificio no tenía por qué afectar al grueso de las tropas que había llevado consigo hasta las Termópilas.
—Los que no tengáis hijos varones, situaos a la izquierda, los que sí a la derecha—ordenó Diokles a los presentes.
Relativamente rápido, los dos grupos se formaron, siendo más reducido en número el de los que no tenían descendencia. Inicialmente, el rey espartano, muy a su pesar, tan sólo había podido acudir a la llamada del resto de polis griegas con varios centenares de hoplitas de su ejército, acompañados por un número similar de esclavos hilotas armados. Las trabas para desplegar todo el ejército lacedemonio las habían puesto los éforos, pues decían que, al encontrarse en la festividad de la karneia, estaba vetado el combate. Por mucho que insistió el rey, los ancianos se escudaron en las tradiciones sagradas, sin tener en cuenta que el peligro que se cernía sobre ellos era descomunal. Por ahora Esparta estaba lejos del enemigo, pero no pasaría demasiado tiempo hasta que el ejército del Gran Rey se plantase ante las puertas de la ciudad, y entonces ya sería demasiado tarde para reaccionar.
Él en persona había alcanzado el compromiso de acudir en auxilio de sus compatriotas helenos, dejando a un lado las rencillas y disputas internas. El enemigo común era temible, no se trataba de una disputa por unos territorios de cultivo o por unos límites entre polis, esto iba mucho más allá, el enemigo está vez buscaba el sometimiento y la conquista total, su intención era acabar con todas las ciudades griegas. Parecía que los ancianos no comprendían la gravedad de la situación, por eso cuando llegaron las noticias de la movilización global que estaba llevando a cabo Jerjes, tuvo que tomar una decisión. No podía faltar a su palabra, emprendió la marcha con todas las tropas disponibles, teniendo que armar incluso a los esclavos para poder presentarse con un poco de dignidad ante sus aliados.
La cara de decepción que mostraron los generales del resto de ciudades a su llegada al punto de encuentro fue como si una hoja le traspasase el corazón. Pudo apreciar atisbos de desesperanza en esos hombres, que tenían puestas las esperanzas en él y en sus guerreros. Tampoco se vio capaz de exponerles las verdaderas causas por las cuales no había acudido con su ejército de ocho mil iguales, no creyó oportuno hacerlo en ese momento, tal vez si lo hubiese dicho, la ofensa hacia esos valientes que habían dado la cara, habría sido mayor.
De los espartanos que llegaron junto a él, por lo menos habían muerto ochenta, y otros tantos habían quedado heridos o imposibilitados para luchar. No era un mal balance si se tenía en cuenta la cantidad de bajas que había sufrido el ejército persa en tan sólo dos días. Se podría decir que por cada griego que había caído, por lo menos habían perecido siete enemigos. Durante el primer día de combates, Jerjes había lanzado a su infantería ligera, concretamente a la originaria de las regiones de Media y Juzestán. Obviamente estos fracasaron estrepitosamente al chocar con la pesada y bien pertrechada formación griega. El siguiente asalto, llevado a cabo durante el mismo día, lo llevaron a cabo los Inmortales, los diez mil hombres que formaban la guardia personal del mismo Gran Rey. Aunque el resultado obtenido no mejoró los números de la acometida inicial.
El segundo día la cosa no fue mejor, y tras varios intentos, los persas se tuvieron que retirar a su campamento. Si no hubiese sido por la traición de un griego, un miserable malnacido, los persas no habrían hallado el camino para rodear la posición defensiva. O quizás sí que lo habrían acabado encontrando, pero seguramente habrían tardado mucho más tiempo. Leónidas, al igual que todos los hombres que habían defendido ese paso, esperaban que los dioses del Olimpo se encargasen de ajustarle las cuentas a ese maldito traidor que había revelado al enemigo la ruta. Él seguramente no lo vería, pero en lo más profundo de su ser le deseaba todos los males y penurias habidas y por haber en el Hades.
Ahora ya era demasiado tarde, ya no se podía remediar, tan sólo se podía luchar para dar más tiempo a los demás. Se dirigió al grupo de los espartanos con descendencia, entre los cuales se hallaba su general Diokles y les dijo:
—Tan sólo necesito tres cientos hombres, con ese número bastará. Contamos también con el apoyo de los hoplitas de Tespia y Tebas, por lo que no será necesario que se queden más hombres de los necesarios. Es por eso que de entre todos vosotros, pido ese número de voluntarios.
Todos los hombres del grupo dieron un paso adelante a la vez, ofreciéndose de esa manera. El monarca sabía de sobras que ninguno de sus soldados se acobardaría, pese a que les estuviese pidiendo que sacrificasen sus propias vidas. La lealtad de los homoioi era extraordinaria, su entrenamiento se llevaba a cabo desde que eran prácticamente unos niños, y morir con honor y gloria era lo que más deseaban esos hombres, por lo que quedaba claro que lo que les ofrecía su rey era más bien una oportunidad. Retomó la palabra y dijo:
—Como veo que va a ser muy difícil elegir a los tres cientos que se van a quedar, dejo tal tarea en tus manos Diokles. Encárgate tú de seleccionarlos, no te demores demasiado, pues no hay tiempo que perder. El resto que se preparen cuanto antes para partir.
—Como desees mi rey—dijo el veterano general.
Ahora ya empezáis a saber algo más sobre lo que pasó realmente en en las Termópilas. No todo es tan idílico ni heroíco como nos enseña el cine. La realidad fue un poco diferente. Si queréis saber como continua la historia, estad atentos a la publicación de la próxima entrega, como siempre el lunes a las 08:08. Mientras tanto, si queréis, podéis echar un vistazo a la web y saber algo más de mi saga de novelas de la antigua Roma, Las Crónicas de Tito Valerio Nerva.
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